Durante más de diez minutos, nadie interrumpió su momento. Ni los guardias suizos ni los gendarmes del Vaticano. A esa hora, aún no habían ingresado los fieles, solo altos funcionarios, cardenales y empleados del Vaticano. Pero allí estaba ella: con sus hábitos, una mochila verde al hombro y una historia tan profunda como desconocida. La escena capturada se volvió viral, no solo por su carga simbólica, sino por lo que representaba: una amistad de años entre Francisco y la hermana Genevieve Gianingros, de 81 años. Se conocieron cuando Jorge Mario Bergoglio aún era arzobispo de Buenos Aires, y desde entonces compartieron algo más que encuentros formales: compartieron compromiso, confianza y ternura. Él solía saludarla cariñosamente como la niña terrible.
¿Quién es esta monja?
La hermana Genevieve vive en una casa rodante en un parque de atracciones en Ostia, a las afueras de Roma. Pertenece a la congregación de las Hermanitas de Jesús, y fue un puente clave para que el Papa argentino se acercara a comunidades marginales: personas trans, prostitutas, migrantes. Cada miércoles, ella los llevaba a la Plaza San Pedro para escuchar al Papa. Pero su historia va más allá. Es sobrina de Leonie Duquette, una de las monjas desaparecidas durante la dictadura argentina. En 2011, Genevieve viajó a Buenos Aires para declarar en el juicio contra Alfredo Astiz por delitos de lesa humanidad. Aquella imagen entrando a los tribunales es también parte de esta historia de fe, dolor y justicia.

Una despedida como Francisco hubiera querido
La hermana Genevieve no dio discursos ni ofreció declaraciones grandilocuentes. Se mantuvo firme, en silencio, con los ojos llenos de lágrimas. En sus palabras sencillas, tras el adiós, solo dijo:
“Estoy emocionada, pero contentísima. Hemos esperado este día. Toda la gente del mundo ha rezado, eso es lo hermoso”.
Entre tantos símbolos, atuendos dorados y protocolos solemnes, su mochila verde, sus zapatos sencillos y su dignidad silenciosa fueron tal vez la imagen más cercana al legado de Francisco.